Ya es casi habitual acompañar a Pablo a la salida de la oficina para que no haya más asaltos. El destino siempre es el mismo, las rutas cambian. Tomamos la decisión ese día, quizás la más desacertada, de irnos en el bus Sabana-Estadio.
No más por Cana 7 el chofer se bajó a mirar no sabemos qué. En la siguiente parada, en el Mag, no le cobró a algunas pasajeras, cerró la puerta delantera y de nuevo se bajó. Dos cuadras antes de la Contraloría cruza de Norte a Sur y solo recorre 50 metros pues hay un choque y no puede pasar. En reversa, hasta la esquina. Ya era tanto, que el sueño nos venció.
De pronto, por el Hospital San Juan de Dios, quedábamos casi solo Pablo y yo, bien dormidos. El autobús en que íbamos había chocado. Era evidente la imprudencia del chofer, a todas luces culpable del accidente, o como decía mi abuelo: "A ojo de buen cubero (Mi abuelo era tuerto) el chofer del bus es el responsable del choque".
Ante tanto desastre en tan poco tiempo, antes de dejar la escena del crimen como apuntarían en el argot policiaco, nos ofrecimos de testigos en favor del chofer del vehículo golpeado por el autobús. Para que nos localizaran, rápidamente saqué de la billetera una tarjeta de presentación y la entregué, sin fijarme que era la de Percy, el estilista, que me la había dado para que se la hiciera llegar a mis amigas y amigos, sus potenciales clientes.
O sea, que el dueño del vehículo chocado, en vez de ganar un testigo caerá en las manos de Percy, el que se dice estar bendito por la Virgen de Santa Rosa de Lima, a la que de joven peinó pues su amigo, o más que amigo, se le olvidó el compromiso que había adquirido con la gente de su barrio, y él tuvo que hacer sus primeras armas en el campo del corte y arreglo de pelo con aquella belleza de imágen que pusieron a su disposición.
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