Disfrutaba en mis vacaciones de liceo con los viajes a la finca de mi abuelo, contiguo a la plaza del chino, cerca de Río Jiménez de Guácimo. Ahí, entre la cría de cerdos, toros, la pesca en el río, las tertulias con los peones bananeros, se disfrutaban los días. Se hacían amigos y se conocía gente honesta, como Licho, que muchos años después me mandó los diez pesos con que le había ajustado lo que me dió para que le trajera su infaltable litro de guaro.
Ahí me inícié como ayudante de carpintero. De un momento a otro a mi abuelo se le ocurrió que tenía que construir la casa nueva. Sin metro ni niveles nos dimos a la tarea. Tantos pasos para allá, tantos pasos pará acá y listo donde iban las columnas de las esquinas, hermosos troncos de 25 cms por 25 cms y 3 metros de alto, aserrados hacía algunos años en la misma finca. A puro ojo tiraba niveles para alinearlos. Con sus brazos medía el ancho de puertas y ventanas, y sin moverlos se trasladaba al improvisado banco donde las colocaba y me pedía que marcara con un clavo para cortar. Como muchas cosas emprendidas por mi abuelo, otros tiempo después tuvieron que llegar a terminar la obra.
Esto viene a cuento, porque un día de estos, visitando el Banco Hipotecario de la Vivienda, me encuentro con la sorpresa en la recepción, que está un empleado con taladro en mano, listo para perforar un hueco en el escritorio de la recepcionista por donde pasar el cable del monitor de la computadora, y era ni más ni menos que la recepcionista quien a puro ojo como mi abuelo, la que le indicaba el lugar exacto para ello. Claro, echa la perforación, el hueco quedó al lado afuera de la parte frontal del escritorio y no al lado adentro como correspondía. Eso me recordó al abuelo, a quien se le justificaba que sus medidas no fueran muy precisas y sus niveles a puro ojo no muy exactos pues era tuerto, pero no se le justica al empleado del Banhvi que hizo mal el trabajo por atenerse al buen ojo de la recepcionista.
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