Martes 3 de marzo de 2009.
Siempre existe una de esas tardes malas en las que al equipo no sale nada. Así, en un partido en Cot, íbamos perdiendo tres goles a cero y el partido estaba por terminar. En la banca solo estaba Gustavo Rojas Moya, sobrino de Greivin, con apenas doce años y jugábamos contra un equipo de veteranos.
Faltando quince minutos para la finalización del partido y previa consulta con Luis Moya, su otro tío, le dimos las indicaciones correspondientes y lo pusimos a jugar: "El partido está perdido, Gustavo, pero usted es joven, entre de centro delantero y cada vez que tenga oportunidad de controlar el balón haga lo que sabe: dominarlo, correr con él pegado al pie, rematar porque lo hace bien".
Y así lo hizo, al pie de la letra: en menos de quince minutos no solo hizo un gol sino cuatro y ganamos el partido. "¿De donde sacaron ese chiquillo que nos volvió locos?", me preguntó Rafa, el dueño del otro equipo que no se reponía de la bailada que le pegaron.
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